
Ilustraciones por Sammir Allison.
I
Allí. En la ventana. No sé si se puede distinguir, pero todo se tiñe. De blanco. Aunque, pensándolo bien, diría que se decolora de arriba a abajo. Frío y una oscuridad azulada. Sin embargo, mi mundo ahora está en blanco. Sonrío al pensarlo. Nunca antes me había pasado. El conjunto de objetos que pueblan esta habitación lo están, no tendrán jamás más la misma apariencia. Busco la servilleta donde están escritas unas cuantas palabras que había anotado para darles algún uso.
Después de tenerlas en la mano, me detengo a pensar. No fue fácil dar con el papel, no olvidemos que estaba todo en blanco. Pulgar, avellana, edredón, tetera, desván, alunizar, alunizamos, inolvidable. Me parece que se inclinan más hacia la tristeza.
Tengo un frío extraño en el pecho. Corrijo, no es extraño. Pienso que mi corazón puede estar tiñéndose de blanco. Perdón, destiñéndose. No lo sé a ciencia cierta, pero lo podría jurar. Te lo podría jurar.
Abro los ojos. Todo sigue tan brillante, todo es claro, no hace frío… no hace nada. No puedo sentir nada. No capto nada, pero no estoy asustado ni desprevenido. Ya había pensado que todo podía cambiar. Tengo que salir. No veo la puerta, pero sé que está allí. Después de pasar tantos años en este lugar no necesito mirarla para saber que allí está. Decido que voy a incursionar. Y lo hago.
Sin embargo, no quería la primera persona. Salgo por arriba y listo.

II
El idiota se encontró en una habitación totalmente blanca. Se desternillaba de la risa sin pausa y sin control. Miraba la ventana y saltaba y gritaba de alegría. Su cara se manchaba se despojaba del color a medida que bajaban sus lágrimas. Seguía revolcándose en el suelo cuando se calló. No es que se callara, se dio cuenta de que no podía emitir ningún sonido y cesó de moverse, perplejo.
Destruyó todo a su paso, pertenencias que coleccionaba con el paso de los años, amuletos que no habían servido de nada, algunas fotos. La puerta seguía ahí, impávida ante esas demostraciones de locura. De pronto, nuestro idiota se sintió tan embargado de miedo que abrió un poco más la ventana, se alejó, tomó impulso y se lanzó. Sonrió. El idiota estaba en paz. El fin.
Pero no del idiota. Se encontró en la misma habitación y todo seguía igual de blanco. La puerta ya no estaba impávida. Ahora era quien se revolcaba de risa en el piso. El idiota, frustrado, se miró las manos y notó que emblanquecían a un ritmo lento. Tenía que hacer algo. Revisó los fusibles y bajó una palanca, entonces tomó impulso y se lanzó por la ventana, esta vez yéndose hacia arriba.
El idiota se hallaba en el cuarto blanco y la impávida puerta no tenía cerrojo. Entonces se dirigió a ella, pero antes de abrirla vio en el suelo una servilleta. Se limpió la nariz con ella y salió.
Todo se teñía como el compás de un vals. Los colores caían como un líquido y pronto todo se halló bien dibujado, como habría sido antes de perder toda pigmentación. Estaba en un pasillo y había muchas puertas que no había visto nunca. Caminó en el techo y se cayó. ¡Qué golpe! Pudo haber sido mortal.
Levantó sus brazos y cruzó el pasillo volando. O pensó haberlo hecho. Se hallaba en el piso y estaba bastante adolorido. Vino el miedo, no sabía dónde se encontraba. Arañó las paredes y tuvo que dejar de hacerlo cuando la pintura amenazó con una denuncia ante las autoridades.
Intentó volver a su habitación. Todas las puertas eran iguales, sin embargo, una de esas tenía que ser la que conducía a su hogar, que no debería estar muy lejos. Pensó que podía llamar a su impávida puerta y así llegar, pero no tenía voz. Aunque era cierto que al caer había gritado, ¡tenía voz!
-¡Puerta! ¿dónde estás?
De pronto oyó gritos, todas las puertas contestaban «¡aquí!». Y luego, un golpe. Pero ésta vez certero.
-¿Quién te dijo que podías estar aquí? –dijo una voz. Abrió los ojos lento, mientras se recobraba de un dolor nuevo en la testa.

La persona parecía familiar. Tenía aspecto de lerdo y se hallaba muy inquieto, como asustado.
-Yo… no… Nadie me dijo que podía salir al pasillo –respondió el idiota.
-¡Oh, no! Esto traerá problemas. Los otros se van a molestar conmigo –le dijo el lerdo.-
-Yo… lo siento, no quería meterte en problemas –se disculpó el idiota. Una lágrima les resbaló a los dos, primero al lerdo y después al idiota.
-Sólo piensas en ti, ¿verdad?
Se detuvo a pensar, con el pausado razonamiento que tenía. ¿Sólo pensaba en él mismo? Sí. Sólo pensaba en él. Notó que el lerdo lucía bastante triste y se sintió conmovido por él.
-Sí –dijo el idiota cabizbajo-. ¿Qué te harán los otros?
-Me dejarán una semana sin comer –sollozó el lerdo.
El idiota lo miró bien y pudo ver que era bastante gordo.
-No voy a durar una semana sin comer –gimió el lerdo gordo-. Y eso es por tu culpa.
-¿Hay algo que pueda hacer por ti? Puedo buscar la manera de darte comida –sugirió él.
-¡Me muero! –gritó el lerdo-. ¡Me estoy muriendo! Ya siento como abandono este mundo cruel –decía mientras se lanzaba al piso a patalear.
-¡No te mueras! –rogó el idiota mientras se sentaba a su lado. Éste no dejaba de patalear.
-¡Me muero, me estás matando! –lloró el lerdo.
-¡Dime qué puedo hacer, por favor! –le rogó.
-No puedes hacer nada.
-¿Y si vuelvo a la habitación? –preguntó el idiota.
-¿Qué habitación, de qué hablas, te burlas de mí? –le preguntó desafiante el otro con ácidas lágrimas en las mejillas.
-La habitación donde yo estaba. La blanca.
-¿De qué hablas, te ríes de mí, es porque soy gordo? –gimió molesto.
-Te juro que yo estaba en una habitación. En serio.
-A ver –dijo desafiante el lerdo–, si estabas allá, ¿cómo es que ahora estás aquí?
El idiota lo vio de pies a cabeza. ¿Qué le pasaba a aquel hombre?
-Antes estaba en una habitación. Ahora estoy aquí.
-Mientes –lloriqueó–. No se puede estar en dos lugares distintos.
-Claro que sí. Yo estaba en mi habitación y salí. Y ahora estoy aquí –contestó desconcertado.
-¡Mientes! –gritó el lerdo–. Nadie ha estado en dos lugares. Todos me mienten. Me mienten porque sé cosas, me quieren confundir.
Y dicho esto, aquel personaje se abalanzó de nuevo y comenzó otra vez a dar vueltas en el suelo. El idiota lo intentó detener o al menos consolar, pero las vueltas eran cada vez más violentas y la pintura se estaba quejando demasiado por el maltrato que se le estaba dando por parte del lerdo. Entonces, ésta lanzó una última advertencia antes de llamar a la policía.
-¡Me muero! –gritaba el lerdo–. ¡Me mataste! Yo no te hice nada y tú me mataste. ¡Me muero!
¿Qué se podía hacer? Si el lerdo seguía dando vueltas la pintura llamaría a la policía.
-¡Tengo hambre y…! –de pronto el lerdo se calló y abrió los ojos, como si nunca hubiese visto al idiota–. Tú.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-¿Yo qué?
-Tú serás mi comida –y dicho esto, el lerdo se intentó levantar para atraparlo.
El idiota corrió por el pasillo. Algo se movía dentro de su pecho y lo hacía con más constancia mientras más corría. El lerdo se había levantado y corría tras él chocando con las paredes.
-¡Regresa, tengo hambre! –gritaba.
El idiota deseó haber sido su comida, pues lo había condenado, pero su cuerpo no lo dejaba regresar y el objeto dentro de su pecho hacía bruscas pulsaciones. Vio unas escaleras y se relajó un poco, ya estaba empezando a cansarse. Volvió su cabeza y vio al gordo echado en el piso comiéndose sus manos, con una expresión grandísima de dolor y placer.
-Me muero –murmuraba–. Me muero.
El idiota se despidió de él con un gesto de mano. Sin embargo, el lerdo no le prestó atención, hacía un gran esfuerzo para llegar a los dedos de sus pies.
-Me muero, me muero.
El idiota bajó las escaleras. El suelo estaba algo inclinado y la sangre empezaba a llegar hasta él, así que se dio prisa.
-Rápido. Por aquí –oyó que decía una voz–. Date prisa.
Se apresuró a seguir aquella voz. Pensó que quería salir rápido de ese sitio. Ya presentía que nunca volvería a ver su habitación, y las lágrimas le resbalaron al acordarse de ella. Se las secó y se percató de que todo estaba empezando a perder el color de nuevo. Temió. Quería llegar rápido a esa voz y preguntarle qué pasaba con el color.
-Algún día el lerdo se terminará de comer y quedará con más hambre –prosiguió la voz que venía de todas partes–. Y vendrá por ti. Así que date prisa.
El idiota tardó un poco en entender lo que pasaba, pero cuando lo hizo se dio todavía más prisa. Entonces una idea fantástica se le ocurrió. Tomó impulso.
-No. Eso ya no funciona.
Se paró en seco. ¿De dónde venía la voz?
-¿Cómo que no funciona? Eso siempre funciona –dijo el idiota.
-Eso ya no funciona –respondió la voz–. Tenían razón cuando decías que eras bastante idiota.
Otra lágrima le resbaló como en protesta. Y de repente no pudo llorar más, porque se quedó ciego. Sintió que perdía el aire, se comenzó a sofocar, y poniéndose en posición fetal, intentó llorar en libertad.
-¡No puedo ver, no puedo ver! Va a venir por mí –sollozó el idiota.
-Es más fácil que te encuentre si gritas –dijo la voz–. ¿Por qué lo haces tan difícil?
El idiota estaba angustiadísimo. Quería volver a su habitación, así estuviese blanca y nunca pudiese reparar los fusibles.
-¿Por qué no puedo ver? –gimió el idiota.
-Tienes los ojos cerrados –le recordó la voz.
Oh, ahora todo era más obvio. De repente, angustia de nuevo.
-No se abren –dijo asustado.
-Imbécil. Por supuesto que no se van a abrir. ¿Para qué lo harían?
-Pero… Siempre se abren cuando yo quiero. ¿Qué pasa ahora?
-Me dijeron que podría tener problemas. Ya lo veo –dijo la voz como para sí.
-¿Tú también tienes problemas con tus ojos?
-Tengo problemas con todo. Pero para tu fortuna, no vinimos a hablar de mí.
El idiota sintió cómo lo cargaban. Parecía estar en los brazos de un ser bastante flacucho. Notó cómo le costaba caminar. Aquella voz etérea resonaba, respirando con dificultad.
Lo dejaron en el suelo.
-Cuando deje de respirar… toma… mis ojos –y le acercó las manos a sus cuencas–. Pero… es… indispensable… que cuando tus… ojos se quieran abrir… uses sólo los tuyos.

Una tos. Después otra. El idiota sintió como el pecho del hombre se detenía. Con rapidez le extrajo los ojos, pero al momento de acercarlos a sus cuencas, sus propios ojos, celosos, decidieron abrirse.
Vislumbró a un hombre enclenque, de unos cincuenta y tantos, canoso y bastante demacrado. Vio su cara llena de un mar de sangre y sus cuencas sin ojos. En sus propias manos, vio que los ojos del viejo cambiaban de color. Se sintió agradecido por su ayuda y le instaló los ojos de vuelta, pero lo hizo con tanta torpeza que quedaron mirando en direcciones disímiles. Trató de enderezarlos y cerrarlos, pero los párpados no cedieron.
-No hasta que coloques los ojos bien –dijo el cadáver.
-Perdón, no tengo tiempo –se disculpó el idiota–. Tengo prisa.
Era cierto. Vio que el hombre lo había dejado frente a una puerta. La abrió.
O creyó hacerlo.
-¿Tengo que darte algo? –le preguntó a la puerta.
-Tu identidad.
-¿Cómo es eso? No soy de ninguna parte.
-Me advirtieron que podrías ser bastante idiota –dijo la puerta malhumorada.
-Lo soy –contestó el idiota con amargura–. ¿Hacia dónde me llevas?
-¿Hacia dónde quieres ir?
-No lo sé –respondió incómodo. Nunca había pensado hacia dónde quería ir. Ese era uno de los problemas de ser un idiota– ¿Hacia dónde puedo ir?
-¿Hacia dónde quieres ir?
-Supongamos que lo sé. ¿Qué necesito para que te abras?
-Tu identidad, idiota –refunfuñó la puerta–. ¿Quién eres?
El idiota decidió no insistir, molesto. Se fue en la dirección opuesta. Ya no se veían puertas. Sólo había una invitación, bajo sus pies:
«Sr. Idiota, con mucho pesar queremos invitarlo a nuestro funeral».
La leyó con dificultad, quizás porque era un tonto, quizás porque la nota parecía escrita con prisa. No decía dónde sería el funeral. Ni de quién era. ¿Dónde sería, de quién sería?
Caminó unos kilómetros en línea recta. ¡Otra nota!:
«Sr. Idiota, con mucho pesar queremos invitarlo a nuestro funeral que es a las 18:00».
Esta vez estaba más legible. Hasta un idiota como él sabía que quién la escribió tenía prisa. ¿Quién estaría tan interesado en invitarlo? Estaba emocionado.
Parecía haber caminado en círculos, pues había regresado a la habitación de la puerta anterior, sólo que ahora era parecida a una sala de espera. Había revistas, un televisor con su control remoto y un cartel que decía «Si va a llorar, hágalo escondido».
Se sentó a esperar, y después, esperó otra vez. Era indispensable aguardar, tenía años fuera de su habitación, donde volaba en solitario por largas horas y no tenía que obligarse a hacer nada más que eso. Allí sólo se podía estar, y listo.
La puerta fue tocada, pero desde el otro lado. El idiota la abrió. Un hombre altísimo, de expresión alejada.
-¿Eres el Idiota? –preguntó el hombre.
-Sí –respondió incómodo.
-¿Cómo sé que no me mientes? –insistió.
-Yo –el idiota se quedó apenado–… soy tan idiota que ni se me había ocurrido.
-Te creo –sentenció el hombre y volvió su cabeza, afirmando como a una multitud invisible desde donde estaba–. Ya estoy con él. Es nuestro idiota.
-Llévame a mi lugar –pidió.
-Tú vendrás conmigo al funeral. ¿Te llegó la invitación, no? –preguntó el hombre.
-Sí. Pero después me llevarás a mi lugar, ¿no? –inquirió el idiota.
-Claro que no. Sólo me dieron la orden de llevarte al funeral. Ahora deja de hacer preguntas tontas y sígueme.

El idiota lo siguió, aunque un rato después pensó que pudo haberse negado, sin embargo, mucho más tarde decidió que había hecho lo correcto, pues no tenía muchas opciones.
Se fueron por la puerta. Un día soleado y grama muy verde. La puerta se cerró.
-¿Trajiste tu invitación? –le preguntó el hombre.
-No. La dejé junto a las revistas –se disculpó.
-Me dijeron que podrías ser… –empezó a decir, irritado–. A veces creo que nos inyectan demasiada esperanza. Algún día alguien hará algo al respecto.
El idiota se fijó en que estaban reunidos junto a un centenar de personas, muy desproporcionadas en tamaño, vestimenta y otras cualidades por el estilo. Juntas formaban un círculo, mientras miraban y señalaban un lugar en el centro.
-Abran paso –pidió el hombre a la multitud, que los miraba.
Con torpeza se fueron apartando los hombres y niños.
-Faltan dos, pero anunciaron que vienen dentro de poco –explicó el hombre, mientras las caras asentían–. ¿No es así? –preguntó al idiota.
Sin saber a qué se referían, asintió con tristeza. No quería más discusiones.
Notó entonces que todos los hombres se parecían un poco y más tarde pensó que los dos hombres, el lerdo y el asmático, también se parecían a estos nuevos hombres. Era un día frío, pero todos estaban muy felices.
Empezó a llover, aunque sólo a los alrededores del círculo formado por los mirones. El centro seguía seco y soleado.
Por fin llegaron al centro, donde había un ataúd. Dentro, un hombre con una inconfundible expresión de idiota. Sobre el ataúd había una fotografía de él, idiota aún, pero vivo. Entonces se dio cuenta de que todos lo miraban expectantes.

-¿Y bien? –dijo el hombre alto.
-¿Y bien qué? –Estaba confundido. Deseó que todos fuesen un poco más concretos.
-¡Dinos por qué murió! Para eso te trajimos –exclamó él.
-¿Por qué habría yo de saber eso?
-Porque antes de morir nos dijo que tú podrías decirnos. Dejó una nota -se la acercaron y leyó:
«Pulgar, avellana, edredón, tetera, desván, alunizar, alunizamos, inolvidable. El idiota les explicará por qué me fui».
Era una servilleta y estaba húmeda. El sol se había desteñido y ahora había arañas a su lado.
-¡Que utilice el pulgar! –exclamó una voz.
-¡Sí! –clamaron todos.
Al idiota lo sentaron y lo obligaron a tapar el sol desteñido con el pulgar. Sin saber cómo, ahora estaba allí, arriba, en el cielo. Los invitados estaban muy, muy abajo, vestidos de negro y probablemente mirándolo. Mientras, donde estaba él se hallaba un aviso grande. «Cerrado por derribo». Detrás, un sol desteñido, o más bien, un gran sol plano de cartón.
Un sacudón. Lo hicieron entrar en razón. Estaba abajo, y vio el gran sol desteñido, que fulminaba su mirada.
-¿Es real, no? –preguntó el hombre grande, preocupado.
-No.
Sólo pudo decir eso, porque las masas colapsaron y comenzaron a hacer desastres, enfurecidas. Los habían engañado, los grandes, los que llegaban hasta el cielo, cuando todos se durmieron: habían decidido colocar una figura de mentira.
Hasta la lluvia estaba molesta, todos estaban empapados. Y las estrellas, que parecían arañas, empezaron a caer del cielo, siempre brillantes y ardientes. La gente corría y chocaba sin control, hasta que alguien gritó:
-¡Es el!
La estampida se detuvo en seco. Y vieron sorprendidos y horrorizados al idiota.
-¿Soy quién? –preguntó el idiota. ¿Qué más podría salir mal?
-Eres quien está allí –señalaban el ataúd.
Le acercaron un poco de agua, y con trabajo logró ver en su reflejo que tenían razón, era idéntico al hombre que estaba en el ataúd. Sintió cómo lo sujetaban y lo acomodaban de frente al ataúd. Entonces vio cómo el hombre abría los ojos. Y luego se vio a sí mismo encima de un ataúd mirándose a sí mismo, retornando al instante a su perspectiva inicial, de pie bajo la lluvia, observando aquel cadáver sin entender nada.
Con dificultad vio a la multitud, pero nadie había percibido eso, por suerte. De repente, el cadáver abrió los ojos de nuevo, guiñó uno al idiota y desapareció. En su lugar estaba la servilleta, que esta vez decía «Pulgar, avellana, edredón, tetera, desván, alunizar, alunizamos, inolvidable. El idiota les explicará por qué me fui. Me fui porque no pude. Vuela hacia la puerta, tienes que salir de aquí».

Las multitudes le estaban empezando a hacer daño, entre tantos zarandeos, y comprendió que su reflejo en el agua se parecía a todas las demás caras que estaban allí. Pero no había tiempo. Hizo lo que le pidieron. Voló.
La puerta estaba abierta. La atravesó sin problemas y al volver la cabeza, vio que ésta volvía a su sitio.
-No voy a aguantar mucho.
-Gracias –le gritó.
Pudo ver al lado de las revistas un periódico amarillo que decía «La pintura ganó el juicio. El idiota es perseguido». Lo que faltaba.
Una puntada en los ojos y dejaron de ver. Por fortuna, estaba pasando justo al lado del asmático que lo había auxiliado. Lo palpó y le quitó los ojos. Cambió los suyos por esos. Y los abrió.
Nada nuevo, pero sintió un olor muy fuerte a carne podrida. Entonces pensó en el lerdo. El horror lo embargó. Corrió hacia las escaleras, bajó con velocidad y llegó a una puerta. Sólo tenía un aviso: «Si sales no podrás volver». Escuchó cómo la pintura gritaba «Allí está. Atrápenlo».
El idiota se cambió sus ojos por los del asmático, que le revelaron otra vez el panorama. Arrojó los suyos. Abrió la puerta y salió, cerrándola con fuerza. Sus nuevos ojos se acostumbraban a la luz con dolor, enceguecidos. Lo obligaban a ver todo: el horror de los actos que acababan de acontecer.
Había perdido el lugar donde había pasado su vida. Intentó volar y no pudo. Vio el sol desteñido arriba. El horror le llenó por completo. ¿Qué haría? Recuerdos de la que fue su habitación, dificultad para respirar.
Volvió la vista atrás al edificio donde adentro y en algún lado estaría su habitación, sin encontrar puerta alguna. Se tropezó con una persona. Pasaba con prisa. Aquella persona tropezó a su vez con otra persona, que hizo caer a otra, y esa otra a alguien más, y pronto todos en la ciudad estaban en el suelo. El idiota los miró desde arriba y sintió amargura, una amargura que le duraría un largo rato.